[TarDe]

julio 15, 2013


Yo tenía veinte años. Él siete más. Parecía sacado de una cinta de Coppola: tan inmenso, tan precioso, tan perfecto como una isla de las ganas y me lo iba aprendiendo de soslayo cuando notaba su brisa circundando mi espacio.
La primera vez que hablamos, yo venía de matar el verano bajo la ducha; ví su sonrisa a través de las gotas de agua que se zafaban de mi pelo, empeñadas en escapar sobre mis hombros hacia la nada. Me abrasé de amor en aquella puerta sin querer. Me encendí entera del desconocido orgullo de sentirme hembra cuando aprendió mi nombre. Noté su mirada zurziéndome la nuca cuando le di la espalda y continué caminando, danzando sobre las losetas, mientras los martillazos del deseo taconeaban sobre mi pecho. Entonces decidí enamorarme como se enamora una a los veinte años: aprendiendo a conjugar la ternura con los imposibles, dejando que se tambalease el mundo escondida bajo el cielo protector de su espalda.
Allí mismo libré la batalla primera contra mis prejuicios, desnudando de su armadura la piel donde me grabé su nombre, queriendo morir esparcida sobre su camiseta. Siempre pensé que un día aparecería en su inmenso coche y me rescataría como un héroe de la ciudad pequeñita que amo sin reservas, pero te estrangula en sus murallas. Sabía que no iba a venir. Y nunca vino. Vivía lejos, más allá de mi querencia, edificando paraísos que no me pertenecían. Necesité maldecir su sonrisa unas cuantas veces para que se me olvidase el sabor verde de sus ojos pequeñitos que tantas veces comí como aceitunas sin hueso en su punto de sal. Guardé un par de fotos en blanco y negro en una carpeta prohibida y le hice un hueco en el corazón, allá donde
convive todo lo que he amado. No en el músculo que late, sino en la ciudad invisible que nos mantiene en pie incluso cuando nos duele como canicas bajo el zapato.
Hace poco abrí la carpeta clandestina y me sorprendí contemplándonos tan jóvenes, tan guapos, tan perfectos en el engranaje de las caricias. Desandé los años y las maldiciones desde la alegría. Brindé por el poso de amor que dejó en mi vida, cuando trazaba sobre sus pecas el mapa de mi aprendizaje. Recité los mil perdones por mi orgullo, pues fui yo la que llegó tarde. Y lo abracé a través del tiempo pidiéndole a los vientos que algún día susurrasen mi nombre bajo su ventana.